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"Anda, haz lo que esté de tu parte"

Hoy 12 de diciembre del 2020, en medio de todo el caos de la pandemia, México y el mundo se congregan para celebrar a nuestra Madre del Cielo, nuestra Morenita, nuestra “Perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra.” (Nican Mopohua 26)


Nosotros hoy


La verdad es que no la hemos pasado nada bien recientemente: los problemas de salud que nos golpearon este año han sido terribles, las divisiones entre personas cada vez abundan más, los hombres y las mujeres parece que se declaran la guerra a cada rato, madres contra hijos, hermano contra hermano… la violencia por un lado y la soledad por el otro. A pesar de los conflictos que pueden existir entre personas, sin duda uno de los más complejos es el que vive cada quién en su interior.


La situación actual en muchos casos ha venido a develar la falta de sentido en nuestras vidas, la ausencia de un fuego que nos mantenga vivos cuando la tormenta azota. Estamos vacíos y cada vez somos más conscientes de ello. Lo sé, suena súper dramático pero es la realidad de muchos: la pandemia nos quitó todo lo que creíamos poseer, dejándonos con la sorpresa de que no poseíamos nada. En medio de este caos, de esta decepción, de la desesperanza y el dolor, de la tristeza, la angustia, el miedo, la incertidumbre… vemos una luz.


Una luz...


Vemos una luz y no estamos seguros de que sea real. Después de tanta oscuridad, ¿cómo saber si es real lo que miramos y no solo un espejismo que nos hemos inventado para sentirnos mejor? Decidimos ignorarla. Pero ahí está, persiste. Y es una luz que no parece desaparecer, tan radiante como el sol, una luz que ilumina pero no ciega, no duele, solo calienta y vuelve acogedor aquel lugar que antes era frío y sombrío, nuestro corazón.


Este calor nos convence de acercarnos, de que quizá sí es real. Aún con miedo nos aproximamos a la luz y descubrimos una mujer, y no cualquier mujer, una madre. Reconocemos aquella luz que antes nos alumbró y notamos que proviene detrás de ella, es el sol que la adorna, que le da su lugar por encima de él. Sin embargo nos damos cuenta de que el calor que antes experimentamos no viene de la luz del sol, el calor viene de aquel vientre, o más bien, de Aquel que está en el vientre.


La Doncella madre nos mira con ternura y nos sonríe. Nosotros no entendemos y seguimos acongojados por la carga que llevamos, por la historia que cargamos, por el peso del mundo sobre nuestros hombros, a lo que Ella nos dice: “Escucha, ponlo en tu corazón hijo mío el menor, que no es nada lo que espanto, lo que te afligió que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?” (Nican Mopohua 118 y 119).


No es letra muerta, son palabras de una madre viva


Si eres católico o conocedor de la Iglesia Católica, se que probablemente no es la primera vez que escuchas estas palabras, pero muchas veces tendemos a pensar que es un mensaje viejo, expirado, y nada podría estar más alejado de la verdad.


María vino hace 489 años a México. Vino a ver a sus hijos, a sanarlos de la enfermedad y la tristeza que en ese momento los azotaba debido a la conquista. Sin embargo, María no vino y se fue, María se quedó. Y ha permanecido estos 489 años con nosotros. Ella no es indiferente de nuestro sufrimiento actual y sin duda no está de brazos cruzados mientras nosotros desfallecemos. María sigue diciéndonos las mismas palabras que le dijo a Juan Diego, porque María sigue aquí, y a cada uno de nosotros nos hace el mismo ofrecimiento que a él le hizo hace algunos siglos: “Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores” (Nican Mopohua 26-32).


Juan Diego cumplió su encargo y ahí tenemos la hermosísima Basílica en Ciudad de México, pero esta vez, María te pide a tí un encargo todavía un poco más difícil: el templo que quiere es tu corazón. Por que quizá no sea tan grande y majestuoso como el edificio donde se encuentra la tilma, pero en valor, tu corazón es el tesoro más grande, la piedra más hermosa, la morada más anhelada del Creador del universo (Dios Padre), del Esposo de María (el Espíritu Santo) y de su Hijo (Jesús).


Una invitación


María te dice hoy que no te dejes dominar por la turbación, que ella viene a traernos al Salvador, al Hijo de Dios, al que hace nuevas todas las cosas. Este es el gran mensaje: María viene a traernos la esperanza de un mundo mejor, de un mundo de amor.


Tu ya lo sabes, pero tu hermano quizá no. Así que hoy, tu Madre del cielo te recuerda: “Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargué que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad.” (Nican Mopohua 58 y 59).


“ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte” (Nican Mopohua 37)


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